No siempre el considerar un comportamiento altanero o soberbio puede calificarse de forma despectiva. Lejos de ser un defecto, podría llegar a calificar un ser o hacer vinculado a la virtud. El adjetivo soberbio puede ser sinónimo de superior a lo normal, ejemplo del bien hacer, inalcanzable para los que mantienen el rango general de habilidades o conocimientos. Un ser arrogante puede ser absolutamente atractivo, arrebatador, envidiado por su talento o ingenio. En definitiva, a muchos nos gustaría ser altaneros para lo mejor, nunca soberbio como el engreído incapaz de aceptar errores u opiniones en contrario.
Y en eso estamos, en los mediocres que se disfrazan de expertos mostrándose con el peor de los defectos: la soberbia. El torpe, aunque se vista de seda, no hay por donde cogerlo, pero necesitamos disponer de los recursos adecuados para colocarlos donde deben estar, en muchos casos, despedidos del mundo laboral, en el que tanto daño hacen. Los sabios pueden llegar a mostrarse arrogantes, pero con razón. Incluso desvarían con composturas insolentes para ofrecerse distintos, mucho mejores, embebidos de una suficiencia malsonante, pero amparada por una realidad que, aunque molesta en la forma, tiene fortaleza en los argumentos. Los genios, quienes sobresalen en cualquier ámbito del conocimiento, pueden ser soportados en su altanería, porque les reconocemos su rango. Probablemente, despojándolos de su especial habilidad, podríamos encontrar personas obscenas, abyectas, despreciables, con las que no tendríamos la menor relación y procuraríamos esquivar en nuestras relaciones personales o profesionales.
Pero no todos disponemos de esa bendita posibilidad, la de escoger personas, lugares y tiempos para mantener nuestro entorno inmaculado, libre de mindundis petulantes empeñados en molestar nuestra existencia. No podemos escapar de la familia donde nos ha tocado nacer, porque no tuvimos la oportunidad de escoger. Probablemente habrá quién desee rebobinar sus días para volver a empezar en otro tiempo o lugar, entremezclándose con seres distintos No es posible, al menos con los avances tecnológicos conocidos. Eso tenemos entendido, aunque hay seres soberbios que siguen experimentando en esa dirección para lograrlo algún día, si es que no lo han hecho ya. Imaginamos personas arrogantes, repletas de dinero y capacidad, amparando esas iniciativas para ubicarse en la suma de energías que hagan variar la relación espacio-tiempo. No creo equivocarme si digo que algunos, que soportan a tanto pedante, desearían marcharse a otro tiempo y lugar, o mejor aún, enviar al petulante de turno a otro punto lejano para toda la eternidad. Ni siquiera coincidir en el Juicio Final. Que me cambien de fecha y hora, por favor.
Lo sabemos. No hay más remedio que soportar a soberbios, idiotas, disfrazados con el manto de su poder y capacidad económica, que les permite controlar nuestra vida y, lo que es peor, el futuro de familias, que deben tolerar, sin inmutarse, comportamientos, como poco, despectivos. En las empresas, organizaciones sociales, colectivos diversos y en las instituciones privadas, también en las públicas, aunque pocos, afortunadamente, pululan esos seres arrogantes que muestran su falsa superioridad amparados por reglamentos, normas o disparates legales. El petulante suele disimular sus complejos embadurnándose de altanería. Los afectados, dentro o fuera de su ámbito de influencia, en la mayoría de las ocasiones, no disponen de recursos para desactivar su poder o comportamiento. En otros supuestos, a pesar de tener capacidad para ello, otros arrogantes procuran mantenerlos como un cortafuego, el muro de contención para sujetar conciencias que, a pesar de ser muy superiores en fondo y forma, no deben aflorar. Algunos carismáticos, acorazados con poder y mentira, se pavonean donde pueden mostrando el plumaje del peor de los ejemplos.
La estrategia más equivocada para desmontar a los soberbios es el silencio, la pasividad, la abulia de las mayorías o la complicidad de los gandules, que proliferan en algunas instituciones públicas, acomodados y fortalecidos por desidias clamorosas. No hay que dejarlos moverse con impunidad. La respuesta argumentada, protegida con la fuerza de la razón y una determinación soberbia, puede eliminar a los arrogantes, que no aportan más que incompetencia e ineficacia, que dañan los servicios públicos, salen muy caros y perjudican el bien común.
Todo es complicado, pero un rearme moral puede alcanzar los objetivos más complicados. Los engreídos inútiles no deben tener capacidad de decisión, porque resultan perversos para sus compañeros y quienes reciben los servicios públicos, que deben ser soberbios. Denunciemos las arrogancias, hasta las livianas, descubramos a los petulantes ociosos, que no hacen y no dejan hacer a quienes pueden comportarse con mayor eficiencia. No tapemos soberbias inconfesables, no amparemos el abuso de quienes se aprovechan para seguir en la prebenda de los incapaces. Ayudemos a los que se muestran soberbios en su capacidad de servicio. Los que son mejores y comprometidos con su trabajo. Elaboremos procedimientos que tomen la iniciativa para erradicar a los arrogantes.
José Francisco Roldán